Por Paúl Gómez-Canchong, Dr. en Oceanografía y coordinador de Educación y Outreach de COPAS COASTAL

Cuando vemos un bosque, se vuelve evidente si un área de especies nativas viene siendo reemplazada por monocultivos de la industria forestal, o si un sector de éste está siendo talado para construir una carretera o un proyecto inmobiliario. Para un transeúnte, un incendio forestal llama inmediatamente la atención, y rápidamente los bomberos e incluso las redes sociales responden a esa alerta.

Se genera una gran alarma, fácilmente explicable si consideramos que desde hace años consideramos a los bosques como los principales pulmones del planeta, lo que no es totalmente cierto, ya que, aunque son muy importantes aportando grandes cantidades de oxígeno a nuestra atmósfera, los verdaderos pulmones de nuestro planeta se encuentran en el océano. Los responsables de que podamos respirar son los microorganismos del fitoplancton, que realizan la misma fotosíntesis que los árboles en tierra, pero desde el océano. Producen entre el 50 y el 85% del oxígeno que se libera cada año a la atmósfera. El fitoplancton aporta al menos unos 27 mil millones de toneladas de oxígeno anualmente. Entonces, la pregunta es evidente, ¿por qué no le damos el crédito respectivo al océano y sus microorganismos? 

A pesar de que el 71% del planeta está cubierto por el Océano, estamos inmersos en una ceguera oceánica; tendemos a subestimar su importancia y significancia. Vivimos sin darnos cuenta cómo nuestras acciones diarias afectan la salud del océano, su sostenibilidad, a sus habitantes y a las poblaciones que viven cerca de la costa. El océano es el soporte vital y el pulmón de la Tierra. «De lejos, la mayor amenaza para el océano y, por lo tanto, para nosotros mismos, es la ignorancia«, declaraba Sylvia Earle, presidenta de Mission Blue, exploradora submarina más importante a nivel mundial de la actualidad y sucesora de Jacques-Yves Cousteau.  

No somos plenamente conscientes de la presión sin precedentes a la que estamos sometiendo a los océanos y, probablemente, en el cuidado de nuestro océano está una de las claves para elaborar una estrategia para disminuir o mitigar los efectos del cambio climático, y para garantizar un desarrollo sustentable de las comunidades costeras de nuestro país y del mundo en general. 

En el caso chileno, desde la infancia se ha enseñado que Chile es una «larga y angosta faja de tierra», una noción que nos provoca esta ceguera oceánica. Chile es más Mar que Tierra, posee una costa que en línea recta mide algo más de 5.300 km, pero con un contorno de costa que supera los 83.500 km; extensión que equivale a recorrer dos veces el planeta por la línea del Ecuador. Además, ejerce soberanía sobre una Zona Económica Exclusiva de 200 millas náuticas. En las áreas oceánicas circundantes a los archipiélagos e islas polinésicas chilenas son 350 millas náuticas, lo que significa que el 80% de Chile es maritorio, y solamente el 20% es territorio.

El país posee una alta diversidad de ecosistemas marinos, algunos que existen en pocos lugares del mundo (fiordos, glaciares, áreas de surgencia y zonas de mínima de oxígeno). Sin embargo, en Chile no existe plena conciencia de la trascendencia del mar por parte de sus habitantes, siendo las comunidades isleñas de las pocas que miran al mar y le dan un lugar importante en su cosmovisión. Para el resto, el mar es un lugar de veraneo o donde escapar del ajetreo de su día a día.  

Divulgar el conocimiento científico del océano junto con la cosmovisión de estas comunidades isleñas contribuiría a una apropiación paulatina por parte de comunidades que viven alejadas de él. El cómo hacerlo es el desafío. 

La importancia del océano se basa en muchos aportes, pero en el escenario actual de cambio climático, probablemente, los más relevantes son dos. El primero es su capacidad para absorber dióxido de carbono, CO2, ya que el fitoplancton captura entre el 30% y el 50% del CO2 atmosférico. En segundo lugar, más del 90% de todo el calor que han añadido al planeta las actividades humanas desde la década de 1950 ha sido absorbido por el océano.  

Son dos servicios que presta el océano y que son fundamentales para nuestro bienestar en el planeta, pero ahora nos está pasando la factura. La cantidad de CO2 que el océano puede asumir depende de la temperatura de sus aguas: a más frío, más absorción. La temperatura del océano sigue aumentando por todo el calor absorbido, lo que significa que su capacidad de absorción de CO2 es cada vez menor, lo que supone un importante riesgo para nosotros, ya que se acelerará el cambio climático.  

Otra consecuencia es que cuando el dióxido de carbono entra en el océano, reacciona con el agua del mar produciendo ácido carbónico, lo cual aumenta la acidez del agua y disminuye su pH, lo que se conoce como acidificación del océano. Esto produce una reducción de la cantidad de iones carbonato en el agua, dado que muchos organismos marinos (moluscos, corales, foraminíferos, cocolitofóridos, entre otros) necesitan iones carbonato para el carbonato cálcico indispensable en la formación de sus esqueletos y conchas, lo que afecta su desarrollo y su capacidad de reproducción, llegando a suponer un peligro para sus poblaciones. Estas no son las únicas consecuencias en el océano, pero sirven para ejemplificar lo que hablamos. 

La «ceguera oceánica» se puede contrarrestar mejorando el acceso a una alfabetización sobre nuestro mar o creando una cultura oceánica precisa y convincente que fortalezca la conexión de la ciudadanía con el océano; algo que desarrolle una comprensión de su enorme influencia en nosotros y nuestra creciente influencia en él. Y es urgente, el océano empieza a evidenciar síntomas de cambios que están muy cerca de volverse irreversibles, necesitamos un cambio pronto.