Por: Mario Cabrera.

Gerente de Corcudec. 

Hoy murió un tío en el exilio. Lejos en Canadá. Estoy dolido. El mismo exilio que Patricio Manns vivió en Cuba, Francia, Suiza. Un ‘no lugar’ , finalmente, para tantos y tantas. Porque el exilio es eso: un aeropuerto, una estación de trenes, un terminal de buses, y el territorio un resplandor.

Quien usó la palabra escrita como cuchilla, quien usó la voz como un trueno, quien vivió por el vino ¿Quién ocupó ese cuerpo? Lo habitó en Nacimiento, «¿dónde más?», dijo siempre que se le preguntó. La rebeldía y su nueva creación; su eclosión en seres luminosos: El Pato Manns, Víctor Jara, Violeta y la peña, Rolando Alarcón; esa nueva canción chilena remece los fundamentos de los cercos, de los muros, estaciona la nave donde nadie pudo antes.

Para nosotros, los lotinos, era nuestro. «La noche es brava en Lota», nuestro himno. Memorial de la noche, su anticipado marichiweu, no es más que un puente del cuento «Quilapán» de Baldomero Lillo.

El Pato vuelve del no lugar. A principios de los 90, Manns gira por Chile y llega a nuestro Teatro de la Universidad de Concepción. Sus hijos Frances, Liselotte e Iván «el terrible» («nuestro Pato chico» como le decíamos sus amigos), por primera vez lo ven, lo cantan, lo lloran.

Nos conocimos así. El padre fantasma de mis amigos, el innombrable mirista, el cautivo de TilTil. Llegó volando.

A mediados de los 90, quise hablar con él, pero Alejandra, espartana y marxistamente su compañera, me lo quitaba y me lo negaba, porque le negaba todos los amores que no fuesen el suyo. Tuvieron un cáncer de esa manera, lo superaron de esa manera y de algún modo se fueron de esa manera; pegados al amor como a las uvas.Pero el Pato quería saber la verdad y aceptó mi invitación.

«La Literatura como Herramienta Social» se llamaba el encuentro de escritores que mi amigo Pedro Lemebel me ayudó a levantar en la zona del carbón. Caminamos por Lota Alto. Parábamos. Caminamos los tres con Alejandra. Parábamos. Caminamos los cuatro con Pedro por la feria de Lota Bajo y nos detuvo: «Aquí estaba mi puesto», nos contó. «Me iba temprano a loza Penco y remataba los platos Willow que no pasaban el proceso de calidad o estaban definitivamente quebrados. Los pegaba, los repintaba yo mismo y los vendía aquí, en el callejón Saavedra», dijo.

Así era este Búfalo de mil oficios.

Nada le quedó grande, nada le era indiferente, nada lo derrotaba, porque nunca el hombre está vencido, su derrota es siempre breve.

Al año siguiente, Alejandra me atendía con atención y ternura. Le dije que volvieran a Coronel. Otro encuentro, ahora internacional. «No tengo plata para traerlos a los dos», le señalé. El Pato le quitó el teléfono y me respondió: «estoy dispuesto a una chuica menos, pero vamos los dos».

Esta vez hablamos de la verdad a solas. Nos emborrachamos hasta que Alejandra cedió y se fue a dormir. Me pidió que le hablara del Pato chico, que le describiera sus locuras, sus ansias carnívoras del mar, su pena por el labio leporino y lloramos juntos sin dejar de beber.

¡El resplandor del búfalo se había esfumado!

(En memoria del Pato chico, mi amigo, asesinado en Talcahuano por la dictadura).