Dr. José Prada Trigo, Director del Departamento de Geografía Universidad de Concepción.

El 31 de octubre se celebra el Día Mundial de las Ciudades y, si existen días dedicados a cuestiones tan peregrinas como las papas fritas o los tatuajes, resulta lógico que se dedique un día a una de las creaciones más importantes del ser humano. Recordemos que las primeras ciudades nacieron hace varios miles de años, siendo no solamente una forma de cristalización de las sociedades sedentarias, sino constituyendo también una mayor división social, con la aparición de otros grupos (sacerdotes, artesanos, militares o gobernantes) distintos a los agricultores y ganaderos. Con el paso de los siglos, las ciudades desarrollaron nuevas funciones, que las diferenciaron cada vez más del mundo rural, como los espacios de gobierno y de justicia, los lugares de cultura y ocio, o los grandes centros religiosos. Sin embargo, quisiera detenerme en un elemento fundamental en el desarrollo de las ciudades: las universidades.

Aunque existen antecedentes más o menos lejanos en la Universidad de Atenas, fundada el 388 a.C., o en la Universidad de Nalanda (en India) fundada el 450 de nuestra era, las antecesoras directas de nuestras universidades se remontan a la Edad Media. Estas nacieron en el siglo XI en el ámbito europeo como lugares que reunían a alumnos y maestros: los que querían aprender y los que estaban dispuestos a enseñar. Con su aparición, algunas ciudades comenzaron a ser reconocidas por su carácter universitario, atrayendo estudiantes de todo el continente: Bolonia, Oxford, Montpelier o Salamanca mantienen aún hoy su impronta como “ciudades universitarias”.

Rápidamente, las universidades cambiaron el rostro de la ciudad, apareciendo lugares adaptados al nuevo público estudiantil: hospederías, fondas o bibliotecas, junto a otros de menor reputación, pero también populares entre los estudiantes, como lupanares o tabernas. Los jóvenes que llegaban atraídos a estas instituciones también generaron sus propias costumbres: grupos de estudio, asociaciones, festividades u otras celebraciones que se acomodaron a las propias de cada urbe. Así, poco a poco, se fue produciendo una simbiosis entre la ciudad y la universidad que los académicos anglosajones han llamado gown-town y que se remonta a ese período.

Sin embargo, desde hace unas pocas décadas las universidades han sufrido una profunda mutación. Esta ha venido dada por una serie de cambios sociales, económicos y políticos, como el hecho de que la universidad sea considerada hoy un “ascensor social”, lo que lleva a muchas familias a esforzarse para que todos sus hijos estudien allí; o la extensión de los estudios universitarios a capas no tradicionales de la sociedad, que históricamente quedaron excluidas del acceso a las universidades. También destaca en la actualidad la existencia de una economía cada vez más volcada en el sector servicios, con demandas laborales que son cubiertas por profesionales con estudios universitarios; o que la educación superior sea una política de Estado para todos los países, con la apertura de nuevos centros, la implementación de becas o de programas de movilidad internacional.

La consecuencia de esto ha sido un crecimiento en el número de universidades y de estudiantes, no sólo de pregrado, sino cada vez más también de postgrado. Solamente en Chile, el incremento ha sido de 660.000 universitarios en 2005 hasta 1,220.000 en 2020. Obviamente, las ciudades se han visto sacudidas por este cambio, recibiendo una numerosa población flotante, con un carácter estacional, que en algunos casos suponen hasta un 15% de sus habitantes. Los y las estudiantes universitarios consumen servicios, utilizan el transporte público, ocupan los parques y plazas, pero suponen también una inyección económica y un capital social y cultural invaluable. Hemos visto como nuestras ciudades se llenan de cafés, restaurantes, emprendimientos espontáneos (comida al paso, tatuajes, venta de libros), como aparecen asociaciones y grupos de naturaleza heterogénea (parcour, kpop o malabaristas), y cómo la población universitaria da nueva vida a los barrios cercanos a las universidades.

Las universidades, además, han crecido y se han vuelto más diversas. Sus campus, como sucede con el de nuestra querida UdeC, son el centro real de muchas ciudades, convirtiéndose en espacios de ocio y recreo para jóvenes y familias. Nuestras universidades han levantado nuevos edificios, algunos con diseños de vanguardia, otros reutilizando el patrimonio preexistente. También se han imbricado con la comunidad, mediante la llamada “vinculación con el medio”: talleres y cursos abiertos, ciclos de cine y de teatro, conciertos, exposiciones o el trabajo con asociaciones y colectivos locales han renovado y enriquecido el vínculo entre universidad y ciudad. Hoy las universidades son actores fundamentales en los territorios, siendo escuchadas y participando en la gobernanza local y regional, a través de mesas, grupos de trabajo o directorios.

Sin duda, también hay sombras entre tanta luz: algunos barrios han reemplazado a sus vecinos “de toda la vida” por estudiantes, que llegan de paso y no generan vínculos con la comunidad; otros sectores han derribado sus casas para construir inmensos edificios de mini departamentos donde alojar a los estudiantes, creando burbujas especulativas. La dinámica de mercado y la competitividad entre universidades y entre académicos han llevado a una carrera de intensa búsqueda de buenos desempeños (a menudo reducidos a rankings e indicadores) por sobre el trabajo con la comunidad; o las recientes protestas han llevado a muchos a preguntarse cuál debería ser el papel de las universidades en un momento de fuerte agitación social y política, como el que se vive hoy en muchas ciudades de Chile.

A pesar de estos retos, las universidades se mantienen en nuestra cotidianeidad urbana, continúan presentes en la vida de muchas personas y son fundamentales para nuestras ciudades, lo que nos motiva a continuar estudiando la manera de armonizar una relación tan lejana como fructífera. En momentos tan complejos, y a ratos confusos como los actuales, quizás sea más necesario que nunca analizar el vínculo entre ciudad y universidad. Es indudable que la segunda no existiría sin la primera, y que las ciudades serían hoy algo muy diferente a lo que conocemos si no fuese por las universidades, que aportan conocimiento, pensamiento crítico y un gran dinamismo a los espacios urbanos. Mi deseo, en el Día Mundial de las Ciudades, es homenajear desde la universidad a estos artefactos tan bellos como polifacéticos. Concepción no se entendería sin la Universidad que toma su nombre, pero nuestra Universidad no existiría sin esta urbe a la orilla del río Biobío que la vio nacer, expandirse y transformarse hoy en el símbolo de la capital penquista. Por eso, hablar de la Universidad es hablar de lo urbano, de las ciudades, de esa aventura colectiva en pos de un futuro mejor, que a veces parece esquivo pero que nunca debe perderse de vista.

Foto: soyrural.es